Narrativa

Hernán Pablo Mierez

By junio 13, 2018 No Comments

(Argentina,1973)
Autodidacta. A la edad de 12 años gana su primer concurso literario y es publicado por el Ministerio de Educación de la provincia en todas las escuelas de la región. A partir de ese momento comienza a asistir a talleres literarios y escribe discursos para actos y homenajes de los colegios donde asiste.Ha participado en diversos concursos y publicado en páginas web y revistas literarias.

CONFESIONES DE UN PERDEDOR
La noche era cerrada, una bruja que agitaba su negra falda ante nuestras narices. Era tarde, si, por eso íbamos rápido. La ruta se perdía a lo lejos, como un grueso hilo sin principio ni final.

La culpa era de Walter, su moto no quiso arrancar hasta pasadas las nueve, y recién a esa hora me subí a ese artilugio del demonio que zumbaba en mis oídos y transformaba el blanco de mis ojos en cataratas de lágrimas, que se perdían en el aire frío del camino.

Llegamos pasadas las diez, la comida se podía oler desde lejos, su olor era a espera forzada. Igual todos sonrieron al vernos, la paciencia no había sido malgastada. Nos hicieron lugar en la mesa. Eran cinco, Adrián, Marina su novia, Carla, Gabriela y Giselle. Walter y yo. La cuenta no daba. Sobraba una porción femenina, pero igual la cosa prometía ponerse animada. NI bien acabé de sentarme ya tenía un ojo puesto en Giselle, su cabello rubio, sus ojos tímidos y su nariz, pequeña escultura de formas perfectas, habían atrapado mi interés. Con el correr de las horas, me convencí que ahí, en Giselle, estaba mi objetivo. Trabajé duro. Me convertí en su centro de atención.

Con el café llegó el punto culmine de mi actuación, sobresaliente, llegué a personificar en mi carne todos sus deseos, con mis palabras le di vida a sus anhelos y en miradas de cazador aguerrido le saqué sus sueños y los pinté de colores que nunca había visto pues jamás había soñado en colores hasta ese momento, y yo era un maestro en el arte de la mentira que crea y enaltece perspectivas de todo tipo.

Giselle comió de mi mano hasta el hartazgo. La embrujé, la seduje de tal manera que llegué a pensar que ya no respiraba, sino a través de mis pulmones, y eran suspiros que la refrescaban por dentro. Esa noche fue toda mía, me dio lo que quise y más. Me lo dio sin que lo pida, quizás por temor a que cambiara mis maneras o quizás, porque no, porque pensaba que yo era así, tal cuál me mostraba. La cuestión es que después de esa noche de Sábado, su vida cambio para siempre. Lo que yo ignoraba era que la mía también cambiaría, y de que manera.

Esta niña rubia y celestial se enamoró, mas allá de los limites permisibles por la razón humana. Yo había movido mis piezas primero, y el jaque mate llegó mas rápido de lo que esperaba.

Pasadas dos semanas, lo nuestro era un idilio, o el de ella, porque por lo que a mí concernía, era nada mas que otras de mis victorias en este alborotado mar de diversión y banalidades al que había entregado mi juventud.

He dicho que aquella noche éramos siete personas, entre las cuales nombré a Gabriela. Pues bien, Gabriela resultó ser la mejor e insustituible amiga de Giselle. Eran carne y uña, inseparables en el camino, una relación de amistad que se prolongaba a través de los años y los dolores de la realidad.

Por el contrario, Gabriela era morena, de labios gruesos y prominentes, exacerbados montes de morado fulgor, palpitantes, se asomaban desafiantes en su pequeño y ovalado rostro. Para colmo de males, tenía unos hermosos ojos verde agua, que empañaban la visión e invitaban a la lujuria, al precio que sea.

Sí, Gabriela me excitaba. Una tarde, mientras me encontraba regalando caricias de plástico a Giselle, Gabriela llamó a la puerta de su apreciada amiga. Entró y su perfume me golpeó los sentidos, mientras me revolvía en el sillón para evitar ser tan elocuente al mirar sus piernas de músculos prietos y piel de ébano. En mi endemoniado cerebro se abrió un hueco, por donde entró avasallante la idea de poseer a Gabriela.

Un poco, pero sólo un poco, me odié por mis pensamientos, gracias a no se quién, la sensación duró solo un instante y mis sentidos se pusieron a trabajar en conjunto para el grotesco cometido. Cuánto me costo, solo yo lo sé. Mucho. Pero a fuerza de voluntad y con la paciencia que pedí prestada a mi convicción, logré rodear a la presa y tender mis redes para que cayera en ellas.

Esa morena era fuego, pero no de llamas que consumen, sino de calores apretados, que alientan las ganas y crean la adicción. Comencé a llevar dos vidas. Con Giselle era el típico novio, que escribe poesías capaces de hacer temblar la tierra, que adula y construye paredes de amor muy convincentes y persuasivas, al igual que frágiles y efímeras. Pero ella no lo sabía. Yo no dejaba que fuese así. Mis mentiras eran tan dulces y armoniosas, que empalagaban su espíritu y la dejaban a merced de mis designios.

Con Gabriela fue sexo. Sexo y nada mas que sexo. Placeres desbordantes, húmedos momentos de delirio. Pasión brotada que desarticula el pensamiento y fomenta la entrega pecaminosa en la cuál nos sumergíamos como animales en celo.

Este pandemonium de relaciones extravagantes duró lo que tenía que durar. Un trozo en nuestras vidas.

Llegó el día en que Giselle por consejo de una amiga mas perspicaz que ella, en este caso Marina, la novia de Adrián, empezó a desconfiar de mi trato demasiado amable hacia Gabriela. Su intuición y su constancia en el trabajo de espiar y seguir para descubrir el temido engaño, tuvo éxito. Y no digo que nos encontró desnudos sobre una cama caliente, pero sí, que nos vio, una madrugada fría de Invierno, comiéndonos la boca dentro de mi auto.

Y eso fue todo para ella. O no. Ahí comenzaba una trama de angustias y llantos quebrados que tendría un fin inequívoco. Una mañana, con un tremendo golpe de puño que se estrellaba en mis mandíbulas y llevaba un significado que no daba lugar a dudas, intentó mostrar sus dientes babeantes de odio y reclamar el perdón que le sanaría la herida., aunque supiese que la llaga provocada seguiría latiendo, como una quemadura que arde y no cede.

Demás está decir que la relación de amistad, que había visto nacer y morir muchos Abriles, había terminado. Las amigas peleadas y enemistadas para siempre, con todo lo que significa esta frase. Para siempre.

Como las hojas que se lleva el Otoño, Gabriela desapareció de mis horas, para nunca más dar señales de vida. Y Giselle. Pobre Giselle. Tuvo la suficiente fortaleza para quebrar la flecha que atravesaba su corazón. Sí, la tuvo, pero sin saber que la punta quedaría en su cuerpo, como los colmillos de una serpiente, envenenando sus días y sus noches. Era una soñadora, que nunca había sabido de pesadillas, hasta que despertó.

Lo peor de esta historia fue mi propio alejamiento. A conciencia. Inducido por el nefasto accionar de mi mente aborrecible. Y digo esto porque una noche, cuando acababa de ducharme, sonó el timbre de mi departamento. Al girar el picaporte y abrir la puerta, la imagen me presentó a una Giselle rendida, cansada por la lucha, pero dispuesta a seguir, tanto, que se animó a optar por el dolor de un regreso. Se disolvió ante mi vacía mirada en explicaciones y razones que ni ella misma entendía. Se ofreció de nuevo, me declaró su amor y su intención de dejar atrás el infierno vivido. Mató el recuerdo de su amiga y me mostró la sangre que brotaba de su decisión. Limpió sus lágrimas verdaderas y me dijo te quiero.

Atronaron en la habitación sus palabras y nunca más la quise volver a ver.

Ya no tenía fundamento para mí, ya que mi verdadero placer residía en tener a las dos o no tener nada. Estaba enfermo, mi alma estaba infectada de esa enfermedad que se jacta en la ruin necesidad de corromper la vida. Había perdido el interés en todo eso. Me di cuenta que el nauseabundo alimento que nutría mi existir, era el de haber sembrado la traición, para ver como los cuervos se comían la carroña diseminada por mis actos.

Solo me quedo una carta de Giselle, que aún conservo. Una carta que con palabras tambaleantes, sobre una hoja humedecida por el llanto amargo, me ofrecía el paraíso que no supo ver mi maldita ceguera.

Hoy, después de casi ocho años, me siento en esta silla decrépita, como todo mi ser, a escribir mi historia.

Hoy sé también, por comentarios ajenos, que Giselle y Gabriela se atrevieron a pelear con el pasado, en el difícil intento de volver a ser amigas, no como antes, seguro que no, pero al menos se animaron a reconstruir lo que mi mano destruyó, sobre las ruinas que dejó una batalla en la que no hubo vencedores ni vencidos, solo heridos y no de muerte.

El único que hoy agoniza soy yo, mucho más viejo y no precisamente por lo años vividos, sino por las huellas que ha dejado un pasado de mentiras y engaños. Aplastado por el ego morboso, que se volvió contra mí y me entregó a los brazos de la más asfixiante soledad.

Hoy estoy solo, muy solo, y se que ellas dos, aún conservan el valor de mirarse a la cara.

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