Egresada de la Especialidad de Lingüística y Literatura de la Universidad Católica del Perú.Fue miembro de la Asociación Cultural Libro Abierto. Ha participado en encuentros y coloquios como el «Segundo encuentro de escritores jóvenes» organizado por la APPAC en 1991 o el I Encuentro de Narradoras en la PUCP (organizado por la revista Vanaguardia) Sus cuentos y poemas se han publicado en varias antologías de América y Europa. Ha publicado los libros de cuentos Odalia y otros sin esquina, Somewhere inside the Labyrinth, En algún lugar del Laberinto; y los poemarios Liturgias Clandestinas, El Oscuro Labertinto de los Sueños y Geometría de la Urbe. Actualmente reside en Staten Island, Nueva York desde donde dirige el website Híbrido Literario y un programa de radio con el mismo nombre.
El cuento Muere la tarde en los Hamptons pertenece a su libro Odalia y otros sin Esquina ( Latino Press, 2004). Las publicaciones de Rocío Uchofen se pueden hallar en https://www.amazon.com/Roc%25C3%25ADo-Uchofen/e/B07DYWP3LB%3Fref=dbs_a_mng_rwt_scns_share
«Muere la tarde en los Hamptons»
“Yes;-no;-I have been sleeping-and now- now- I am dead.”
Edgar Allan PoeSucede que la luz se tiñe de colores fuego y poco a poco va oscureciendo alrededor. Aquel enmudecimiento del final de las tardes, cuando se apagan los sonidos cotidianos y la casa recibe ensoñadora el vaho que llega desde el mar. He anhelado pintar muchas veces aquellos escenarios que diviso desde la planta alta, aquella herida intensa en el cielo que va tomando tonalidades púrpuras cada vez más oscuras hasta que cae la noche, siempre quise plasmar aquella belleza en desintegración constante, pero ya no me alcanzan las ganas y los acrílicos que reemplazaron a la pluma fuente, se secan escondidos entre proyectos de otra índole, como la cámara profesional o las cartas del Tarot que asoman sus figuras inquietantes dentro de la caja de cartón que las contiene, en una mezcla de falta de voluntad o arrepentimientos. He querido deshacerme de todos ellos, pero me falta valor también y, me pregunto si no es verdad que todos llevamos, en cierto sentido, una caja escondida en cualquier esquina de nuestro universo, y nos duele mirar en ella, de la misma forma que a mí me duele recordar la alegría de la adquisición.
La tarde desfallece, pronto llegará la noche y yo sigo en mi penar inclemente por la casa. A veces el viento remece los ventanales y la madera emite sonidos que parecen estertores roncando a mi alrededor. Vago por los salones de la casa, cuando llega la noche ya no soy yo, sino una sombra y me hundo en mi pena y mi silencio hasta el amanecer.
Esta pequeña mansión de los Hamptons la compró Peter en uno de sus conocidos arranques de excentricidad, decía que la vio por primera vez en un anochecer y se le metió en la cabeza que se parecía a la casa Usher, y que, por supuesto, debería ser suya. Su dormitorio ahora permanece cerrado y dentro sus recuerdos se enmohecen o toman la forma de lo añejo: papeles amarillentos con las puntas dobladas, o plagados de letras escritas en tinta cuyo ácido ha carcomido los escritos para no devolvérnoslos jamás. No me gusta entrar a ese dormitorio. Hay una mujer que llega cada quince días a limpiarlo, es una persona triste, de ojos grises y arrugas muy pronunciadas alrededor de la boca. No dice nada, le doy las llaves y ella hace su trabajo, cuando termina aparece frente a mí, sus manos casi transparentes me entregan el llavero y me da la espalda para ir a limpiar las demás habitaciones.
Peter amaba esta casa. Era un refugio, un hueco de salvación. La había comprado para defenderse del verano, que es cuando Nueva York se vuelve insoportable y no hay forma de escapar a la multitud sudorosa en los subterráneos o a las hileras rítmicas de la hora pico. Cuando la enfermedad lo empezó a invadir y conoció la crudeza de su fuerza, cogió lo primero que halló en la mano y nos avisó que se iba de la ciudad. Se encerró en la casa como si fuera un caracol. Dejó muchas cosas en el piso de Chelsea: revistas, carpetas llenas de bosquejos de historias, libros desparramados en los closets, paraguas rotos, ropa desperdigada, zapatos… Yo tuve que hacerme cargo de lo que había dejado en la ciudad, los favores que me pedía estaban escritos en una libreta pequeñita atiborrada de letras retorcidas: Donaciones al ejército de salvación, contactar al real estate, cancelar subscripciones, membresías y repartir lo demás (campanas de bambú, ciertas esculturas, algunos cuadros de la sala de estar) entre los amigos más cercanos, o a quien los necesitara, él siempre había sido muy generoso.
El cáncer venció sus defensas y se esparció en poco tiempo, yo tuve que mudarme a la casa, a su pedido. Había una enfermera rusa que vivía allí, pero salvo murmurar oraciones incompletas e inyectar morfina, no le hacía la compañía que yo le podía brindar. Nosotros nunca nos habíamos aburrido de la compañía mutua y teníamos las mismas inquietudes y pasatiempos, como pintar al óleo o leer a Poe, a Welty, a Hawthorne. Me vi obligada a dejar mi puesto en la editorial, le dije a los que no sabían, que me iba a recluir en Los Hamptons para empezar mi carrera de escritora, claro, para pisarle luego los pies a tu hermano, respondían los que no estaban enterados y a mí no me quedaba otra cosa que asentir.
La casa se veía magnífica por fuera, construida frente a una de las playas más famosas de East Hampton, las olas espumaban contra el barranco y la vista era espectacular desde los ventanales, uno se sentía frente al cielo y al bajar los ojos se encontraba con el agua de colores cambiantes y el oleaje cuyo ruido no traspasaba los vidrios era casi una composición realista.
Por dentro había cierta atmósfera deprimente.Algunos focos estaban quemados y no se reponían porque Peter no deseaba mucha luz alrededor. Yo me ubiqué en una habitación paralela a la de mi hermano, de tal forma que podía disfrutar de los amaneceres frente al mar, y también de la caída de la tarde. Muchas veces le comenté a Peter que aquellos espectáculos de luz me recordaban ciertos pasajes de una de sus primeras novelas, él sonreía de lado y cambiaba la conversación. La piel se le había pegado a los huesos del cráneo y ya no nos asemejábamos tanto como antes, cuando jugábamos a acostarnos frente a frente con las puntas de nuestras narices pegadas, de tal forma que nuestras respiraciones se volvían esfuerzos y la diversión comenzaba al abrir y cerrar los ojos, lo hacíamos velozmente, para captar la luz y en los párpados quedaban plasmados nuestros rasgos, como en las fotos, él era yo, yo era él, y no nos cansábamos de aquél juego. Han pasado muchos años desde aquél entonces.
La piscina estaba sucia, Peter no recibía visitas y ya casi no podía mantenerse en pie. Lo trasladábamos de un cuarto al otro en una silla de ruedas. Los días transcurrían de forma taciturna. La enfermera rusa gustaba de los talk shows y a veces, se escuchaba el murmullo de la televisión en la antesala.
Por las tardes recostábamos a mi hermano, pues pasado el mediodía, su ánimo desmejoraba, era entonces, más propenso a los dolores y era mejor no fatigarlo. La enfermera le inyectaba su dosis de morfina y yo me sentaba al lado, en una mecedora de paja. A veces le hablaba sin parar, aunque sabía que no me escuchaba, otras, tomaba uno de los libros y le leía con la misma sensación de desasosiego. Cuando llegaba el crepúsculo, Peter abría los ojos, parecía esperar sólo aquél instante, como había dispuesto que su cama tuviera vista hacia los ventanales, sólo le hacía falta despertar para contemplar la belleza de lo que él llamaba la muerte del sol.
Durante mis ratos libres yo trataba de escribir, hice varios intentos, historias cortas que muchas veces se quedaron sin final o nunca me convencieron como para archivarlas. A pesar de haber llevado juntos el mismo camino académico y casi los mismos proyectos, Peter había encontrado el éxito antes que yo. Sus historias y artículos siempre encontraban aceptación en las revistas y cuando empezó con las novelas, empezó a perfilarse como uno de los íconos culturales de Nueva York. Los libros que escribía se convertían en bestsellers asegurados y también empezó a construirse todo un universo mercantil alrededor: películas basadas en sus novelas, mercadería registrada, artículos, etc.
Para inicios del 2000, Peter era uno de los escritores más exitosos y millonarios de la ciudad. Mientras tanto yo, con mucho esfuerzo, había conseguido colocar algunas de mis historias en revistas que no pagaban mucho o casi nada; el trabajo en la editorial me lo habían dado por ser hermana de Peter, nada más. No sentía celos, siempre habíamos sido unidos, compartíamos demasiado, pero sentía cierta sensación incomprensible cuando contemplaba el rostro en las contratapas de su novela y sabía que era el mío, sí, a pesar de la diferencia de sexo y los retoques, la extraña maravilla de ser gemelos idénticos nunca me había abandonado: él jamás dejaría de ser yo, ni yo dejaba de ser él, como siempre, desde muy pequeños.
Fui yo, por supuesto, la primera en enterarse de la enfermedad. Me lo dijo el día que lo acompañé para tomar posesión de la casa de los Hamptons. Pensé que era una broma, luego, al ver la seriedad de su rostro, sentí mucho miedo y pavor. El tumor era fulminante. La detección se hizo en un examen de rutina, por pura casualidad, adenoblastoma, el mismo nombre se me antojaba demoníaco, diabólico, un tumor en estado muy avanzado, aunque sin síntomas notables. En ese momento eran sólo los huesos, pero temían un avance hacia los órganos vitales. Ya había visto a dos especialistas y ninguno le había dado las esperanzas que él buscaba. Al investigar, había encontrado la existencia de alternativas holísticas, ciertos tratamientos naturales que eran su única ancla para no caer en la desesperación, las probó todas para atacar el mal. Sin embargo, en menos de un año lo invadió el desencanto y se recluyó en la pequeña mansión de los Hamptons. La cura natural también había fracasado.
Cuando se negó a más radioterapias y químicos, lo único que le quedó fue la morfina. A veces lo hacía dormir plácidamente, otras, lo mantenía en un estado casi cataléptico.
Vivir junto a él esos meses significó experimentar estados de resignación, en los que trataba de acostumbrar mi mente a lo que venía, es decir, separarme del único familiar vivo que me quedaba y peor aún, de mi copia perfecta. Pero también había momentos en los que me rebelaba y lloraba me corría la desesperación por dentro al contemplarlo, porque él era yo y sufría, y se estaba muriendo.
El último mes, ya no quiso que lo moviéramos de la cama. Su piel tomó cierto tono ceniciento y su cuerpo parecía haber empequeñecido, ya casi no hablaba, su voz era un sonido cavernoso y tétrico que dolía oír. Lo último que me ordenó fue llamar a su editor, para autorizar la edición de la última novela que había permanecido en espera por casi cuatro meses. El hombre estaba impaciente por aquella llamada y preguntó si podía ir a la casona, pero, a pedido de Peter, mi respuesta fue negativa. Yo tenía un poder para representarlo. Hicimos el contrato en su oficina en la ciudad. El libro aparecería en ocho semanas, hizo, con extrema delicadeza, hincapié en que la reclusión de mi hermano y las habladurías que había al respecto ayudarían a la publicidad.
A la semana siguiente Peter pasó a un estado semiconsciente. El doctor nos avisó que eran los últimos momentos, le dio a más tardar cuarenta y ocho horas, el latir de mi sangre llevaba la cuenta de los segundos que se iban, quería extenderlos, morir allí mismo para no llegar al momento, pero sucedió que el tiempo pasó y la situación de Peter no cambiaba. La enfermera permanecía en la habitación, sobresaltada a la más mínima señal, mientras yo, casi sin pensar, me encargaba de hacer llamadas o firmar papeles, había tanto que hacer. En ciertos instantes me detenía e imaginaba que era yo la que estaba en la cama y Peter estaba sano y se repartía entre la publicidad de su nuevo libro y mi muerte.
Cuando las cuarenta y ocho horas se volvieron una semana, la enfermera empezó a elucubrar que tal vez Peter duraría así meses, lo había visto anteriormente, contaba, agonías largas y agotadoras para los deudos. La piel de mi hermano tenía la apariencia de un cartón y de su boca a veces se escuchaban ciertos ronquidos, pero ninguna otra señal. Ya no se le inyectaban calmantes, el doctor decía que mi hermano estaba totalmente inconsciente.
Yo solía esperar con él la muerte de las tardes. Le hablaba, como si fuera un niño recién nacido y le describía la belleza de los crepúsculos. Le contaba historias que se me venían a la cabeza y esta vez, eran ideas interesantes, pero ya no tenía ni la fuerza, ni el valor para levantarme y escribirlas al instante, por la misma tensión, las olvidaba de inmediato. De cuando en cuando, los ronquidos de Peter irrumpían en mis cuentos y me estremecían. Me empezaron a sonar funestos, desesperados. Su habitación había tomado cierto hedor y hasta me era imposible probar alimentos, veía lucecillas en las almohadas, en los ventanales, sufría de pesadillas. La última noche soñé que Peter me contaba, con su forma extraña y elucubrante de narrar, la historia del Señor Valdemar, aquél cuento de Poe, al final pegaba su rostro al mío y me susurraba con desesperación que ya no podía más. Me desperté y lloré amargamente.
La enfermera rusa dormía en un silloncito en la esquina izquierda de la habitación. Mi hermano, con la boca semiabierta tenía los ojos vidriosos, su piel ya no era piel sino cierta membrana transparente que cubría sus huesos. “Nadie en este mundo te ha querido más que yo”, le susurré al oído, mientras mi mano avanzaba a su rostro. Al inicio le tapé sólo la nariz y la boca, pero no sirvió, entonces recordé aquellas películas baratas y agarré una almohada. Ajena a todo, en su rincón, la enfermera balbuceaba en sueños. No recuerdo el tiempo que estuve así, los brazos me dolían por la presión, y hacía esfuerzos por no gritar, por no arrepentirme.
Cuando avisamos al médico, éste no se apresuró en llegar. Hizo el certificado, me dio el pésame, no había necesidad de exámenes post-mortem. Llenó las formas que necesitaríamos para los trámites finales. Yo recibía todo, asentía y hubiera querido que las lágrimas que me brotaban, me hubieran quemado el rostro. Ese fue el primer día de soledad frente a la maravilla del atardecer en esta casona de los Hamptons, hoy llena de sueños que se mueren lentamente. Al irse Peter, yo había muerto también, sólo que en aquél entonces, no lo quería aceptar. Hoy mis sueños y mis pesadillas conviven en la oscuridad y el silencio. No he vuelto a escribir, ya mis manos no crean. Las siento sucias.
El tiempo se dilata cuando ante mis ojos cansados, muere la tarde en los Hamptons.